Dóricas, jónicas, corintias, salomónicas o de opinión, si amas el arte de las columnas, te doy la bienvenida.


Ejemplar de La balaustrada (95 columnas de opinión censuradas o publicadas por Las Provincias), encuadernado por la autora.

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11 noviembre, 2013

Obertura en resol (Booktrailer) - Editorial Círculo Rojo

Os presento el vídeo promocional de mi poemario OBERTURA EN RESOL, recién editado.

14 marzo, 2012

DRÁCULA, MON AMOUR

Todo empezó aquella mañana fría y pálida de hace casi un cuarto de siglo. Huyendo de las batas blancas y de la larga aguja que hacia mi bracito apuntaba, me escapé espantada para ocultarme bajo las escaleras de la entrada del centro de salud de Juan Llorens.
Allí, agazapada, rezaba para que nadie me hallara, por muy buen ojo clínico que tuviera. Mi pánico por las jeringuillas invita al análisis, al análisis de sangre, que a mí tanto me horripila. Me encontraron, pero, debido a mis pataletas y ahogos, se abstuvieron de sacarme sangre por enésima vez. Me extrajeron tanta de niña, que cualquier testigo de Jehová diría que con ella me absorbieron el alma.
Poco después fermentó mi pasión por las naranjas veteadas de rojo y por Mis terrores favoritos. La tez de luna de Bela Lugosi, el goticismo lúgubre de su morada solitaria, el crespón con que Diana se ocultaba de los ojos ciegos de los murciélagos…; todo ello me evadía de la cruz que me constreñía… ¡Y qué cruz! La severidad de un colegio religioso que me tenía por la rara avis. Visitaba el cementerio y sus altos columbarios y mausoleos me dejaban anonadada. Su sacro silencio, pesado como losa, lo guardaba en mi pecho para que me acompañara allá donde fuese.
Siendo ya adolescente afloraron mis progresivas náuseas por los ajos troceados que, camuflados entre los arroces, encontraba en las comidas. Hablando de arroces, recuerdo también mi aversión a la melanina: huyendo de la muchedumbre que se congregaba cada estío en la playa, yo me perdía en los mercadillos para buscar polvos de arroz que dieran a mi rostro la apariencia espectral de la que hablaban las canciones de los Alien Sex Fiend, los Bauhaus, los Cure y demás amantes de los entierros prematuros, las almas en pena y las alas de los ángeles caídos.
Creo que aún no era mayor de edad cuando recibí la visita del murciélago, ese que desde entonces y por espacio de unos dos años acudía cada noche religiosamente a dormir colgado del techo de mi galería.
El colofón llegó cuando noté que la piel se me llenaba de ronchas si me exponía a la ardiente mirada de Apolo. Así que renuncié a la playa, a la que ya iba poco, dada mi escasa afición a las masas. Pero tal era mi hipersensibilidad, que bastaba el más fugaz rayo de sol para causar la reacción cutánea. Este fue el dictamen médico: eritemas; o sea, ¡alergia al sol! Cargando con la cruz de semejante nueva, regresé a casa, inquieta por saber el veredicto definitivo: el del espejo. El sobresalto era seguro: si me reflejaba, seguiría viendo mis brazos y piernas tachonados de satélites rojos; si no me reflejaba… Pero me reflejaba, pues ahí estaba mi aspecto de seis doble del dominó.
Ahora apenas me salen eritemas y, por supuesto, me sigo viendo en el espejo. ¡Con la ilusión que me hacía verme de pupila de Drácula! Me queda el consuelo de disfrazarme por Carnaval.
M. J. Zapater
(Publicado en LAS PROVINCIAS el lunes 23 de febrero de 1998, en Sociedad, pág. 60)

16 febrero, 2012

CAÑAS Y BARRO O BARROSO METE CAÑA

Esta constructiva columna retoma el temita de la arquitectura fea e inútil para hablar de la falta de accesos para minusválidos del museo de Blasco Ibáñez, que obligó a Miguel Paterna Barroso a interponer una demanda. Restregar por la cara la ineptitud de quienes se consideran los lumbreras de la edificación crispa a muchos, pero, una vez más, hay que explicar que estética y funcionalidad no han de estar reñidas, como reiteraba William Morris.
Barroso ha metido mucha caña por el mal diseño del rehabilitado chalé de quien escribió Cañas y barro, ya que hasta ha acudido al Síndico de Agravios. Pero, ¿cuál ha sido la respuesta de Patrimonio Histórico? ¡Que al chalé no se le han habilitado rampas para minusválidos porque lo hubieran afeado! ¡Qué bonito! Esta contestación, de insoportable matiz wildeano que no viene al caso, demuestra hasta dónde puede llegar la incompetencia. Hasta Wilde, flor y nata del esteticismo (afirmaba que «la única disculpa de haber hecho algo inútil es admirarla intensamente»), se llevaría el disgusto del siglo si levantara la cabeza. No lo digo sólo porque las rampas para minusválidos no tengan necesariamente que ser antiestéticas, sino por lo que este genio hubiera descubierto dentro de uno de los aseos del museo, precisamente el que está destinado a los discapacitados: cajas, mochos, cubos y una escalera de madera. Esto está muy feo. Estos útiles de limpieza son horrendos, no porque sirvan para algo, como diría Teófilo Gautier («Toda cosa que se convierte en útil deja de ser bella»), sino porque el aseo de minusválidos no es lugar donde guardarlos; ¡ni que fuera barraca o trastero!
Cierto es que en la puerta de este aseo una placa dice «privado», pero hay dos evidencias aplastantes que dan al traste con este privilegio de la casa: primero, puesto que evacuar es necesidad primaria y el museo sitio público, lo lógico es que este aseo esté sólo a disposición de los minusválidos cuando se sientan indispuestos. Segundo, la existencia de dos barras flanqueando el retrete indica que, en efecto, el aseo es especial para minusválidos.
Volvamos al oscuro asunto de las escaleras, que tanto obsesiona a la Administración, ya que no sólo se encuentran en la entrada del museo, sino hasta dentro del aseo de minusválidos. Si esto no es ejemplo del recochineo del más denigrante humor basado en la mala sombra y el mal gusto, entonces es reflejo de desidia y guarrería. O de ambas cosas. La cochinería de guardar las cosas donde no toca me recuerda al didáctico cuento El duende Sucio, que yo releía de pequeña. Pero en el museo no hay duendes que valgan.
Por favor, ya vale el cuento, que el plantar barreras a los derechos básicos no es cosa de broma. Es una guarrada.
M. J. Zapater
(Publicado en LAS PROVINCIAS el martes 24 de febrero de 1998, en Sociedad, pág. 32, y posteriormente premiado por la consejería de Bienestar Social)

25 enero, 2012

FRENTE A LA DECADENCIA DE LA MODA, LA MODA DECADENTE

Pasarela en la que se exhiben, dando la nota, algunos de los modelos de Versace: picos, trapos, nalgas, pechos, ridículos contoneos y pavas. Una venerable vecina, muy anciana, que durante décadas fue diseñadora en París para casas tan prestigiosas y aún elegantes, por fortuna, como Yves Saint-Laurent, me llama, indignada: «¡Mari!, ¿has visto qué desvergüenza?»
Lamentablemente, lo vi. Todo un espectáculo. El diseño es arte y el arte busca crear, y si crea no usa el cuerpo como comodín, sino que lo oculta o lo insinúa. Pero el desnudo medio velado por un trapo informe no es diseño ni es arte. Es chabacanería y falta de imaginación. Una pasarela no debe ser una sala erótica; digo mal, una sala X, ya que cada vez son más los desfiles de mujeres casi en cueros, lo cual no es erótico, sino pornográfico.

Por tanto, frente a la decadencia de la moda propongo una moda decadente, un estilo que dice «no» a la moda como estereotipación de gustos y «sí» a la hegemonía de la personalidad. Lo decadente entraña el buen gusto por los detalles y la exacerbación del Yo como principio y fin al que debe tender el estilo propio. La moda es muchas veces lo contrario: la aniquilación del ego frente a un anónimo y colectivo gusto masivo, aunque sea a escala elitista. Digo esto porque en los figurines que muestran las pasarelas parisinas, aunque hay trajes maravillosos, hay otros horribles.
Así, hasta desde las altas esferas se impone un prêt à porter más o menos accesible (a la hora de copiarlo) y para andar por casa, aunque a veces, de tan espantoso, ni para andar por casa sirve. Si lo importante es estar bien con una misma, herético es ir hecha un desastre en soledad.
Hasta el vestuario más humilde comprado en el sitio más popular se ha confeccionado al hilo de la moda. Dejando a un lado que con el buen gusto se nace y que sobre gustos ya he hablado y escrito bastante a lo largo de mi cuarto de siglo, incido en que sea la personalidad la que mande: con idea y poco dinero se pueden hacer prodigios. La mitad de lo que llevo me lo he hecho yo, aprendiendo de mi madre (que no es modelo porque en su día rechazó la oferta de un conocido fotógrafo ya fallecido) y de la magistral vecina, que se empeña en que siga diseñando.
Como Óscar Wilde, abogo por la armonía y la comodidad: vestidos que emulen las túnicas griegas, tan sencillas e imponentes a la vez. Wilde también se entusiasmaba por la casaca del XVII; dice en su ensayo Otras ideas radicales sobre la reforma del traje: «En el siglo XVII los faldones de la casaca estaban a veces levantados por medio de ojetes y cordones, de manera que pudieran levantarse a voluntad. A veces se dejaba sencillamente abierta por los costados. En uno u otro caso realiza lo que constituyen los verdaderos principios de la indumentaria: la libertad y la cómoda adaptación a las circunstancias».
Con este camafeo cierro la columna y me despido hasta la próxima prendido en el ojal un pensamiento de Chopin.
M. J. Zapater
(Publicado en LAS PROVINCIAS el lunes 27 de octubre de 1997, en Moda, pág. 70)

04 enero, 2012

REBELDE CON CAUSA

«¡¡Zapater, salga de la columna!!», me chillaba la madre Calasanz, que impartía música en las Escolapias. Yo no quería, pues desde pequeña me han entusiasmado todo tipo de columnas: desde las dóricas hasta las salomónicas, pasando por las cariátides y las de opinión, como puede verse. Pero la razón de mi testarudez era, más que la columna, el piano que había detrás, un piano al que nunca podíamos las niñas ponerle un dedo encima.
En otra ocasión la maquiavélica monja me encerró dos horas en un recinto de la iglesia, casi a oscuras, para que escarmentara. Yo salí tan campante (a otras insubordinadas otro gallo les cantó); siempre me atrajeron el color negro y la soledad. Cuando supo que no sabía las notas musicales y que mi flauta sonaba por casualidad, le dio una lipotimia.
Rememoraba yo estas escenas y otras muchas, harto nítidas pese al tiempo transcurrido, cuando hablaba con una amiga y compañera de calvario en ese colegio religioso sobre los cambios en la enseñanza y el daño que pueden hacer algunos psicólogos y parte del profesorado. Ahora hay más flexibilidad, pero la calidad ha empeorado notablemente.
Entré con sólo tres años y sin pasar por el aro del psicólogo, señor que se ha equivocado, y se equivocará, en muchas de sus predicciones sobre la valía de las niñas. A quien tenga la suerte de no ofenderse fácilmente, como servidora, no le habrá quedado trauma. Pero, ¿cuántas niñas, hoy mujeres, estarán frustradas por su culpa? Decretó que era anormal (por defecto, claro), que necesitaba un colegio especial y que otra psicóloga me analizara. Ésta le dijo que era él quien necesitaba ser analizado a fondo.
Al poco tiempo me expulsaron, no por carta, sino por teléfono: había roto un retrete, rayado todas las mesas, destrozado medio colegio y, lo que era peor, no había encajado en ninguna de las casillas estereotipadas del psicólogo. No el retrete, sino la pila, fue lo que rompí, pero no con cuatro años, sino ya en octavo, y porque unas niñas me encerraron en el aseo y quise salir saltando por la pared, que no llegaba al techo.
Pero vuelvo a las primeras andanzas. El inspector, estupefacto por la expulsión, amenazó con denunciar a las monjas. Conscientes las alimañas con hábito de la ilegalidad de sus planes, cedieron y tuvieron que soportarme. Me rebelaba contra el resto de niñas, jugaba sola, me abismaba mirando las nubes, tildaba palabras antes de que se me enseñara, narraba de memoria (palabra por palabra) el cuento de La bella durmiente, poseía una extraña y desbordante fluidez verbal, me las pasaba pintando soles y una querida osa de felpa que aún conservo, nunca lloraba (pese a las perrerías que me hicieron), pasaba largos ratos colgada de los columpios (cual murciélago), me declaré en huelga de hambre en el comedor…
Por contrapartida, tenía dificultades para manejar los números y en gimnasia nunca llegué al «nivel normal» que ellas establecieron (me ahogaba al correr). Y es que mi infancia también son recuerdos de un patio de pesadilla. No todo el mundo puede ser atleta. No todas las personas podemos correr una hora entera sin parar. Hay igualdades e igualdades; ¿cuándo lo entenderán?
M. J. Zapater
(Publicado en LAS PROVINCIAS el miércoles 10 de septiembre de 1997, en Educación, pág. 36)

16 diciembre, 2011

LA FUERZA BRUTA, LA PEOR DE LAS DEBILIDADES

Me comentaba el otro día Eva, amiga íntima, que está harta de aguantar en su propia empresa las groserías de los hombres, que llenan las paredes de imágenes guarras y machistas que ella pronto arranca subiéndose donde puede. Es que a Eva la llaman «bajita», «pequeña»… Pero es gran chica; matizo: gran persona.
Este es «el último horror» que me contó: un cliente desdeñó los servicios de una mujer para reparar su puerta, convencido de nuestra inferioridad para tales tareas. Eva no puede levantar la puerta manual de un taller, pero otra mujer sí podría. Así, le dio telefónicamente al cliente con la puerta en las narices. «¡Ojalá le explote el teléfono en el tímpano y le caiga incendiado en los huevos!», sentenció.
El hecho de no caer en la tentación de recurrir a ese terrorismo demuestra que es fuerte. ¿Por qué el que una persona no sea Popeye ha de ser negativo? ¿Quién demuestra que el cuerpo esté por encima del espíritu o de la mente? Hay mujeres de fuerza admirable, pero aquellas que por su constitución no lo son no merecen ser despreciadas.
Recuerdo lo fuerte que fue otra amiga una noche, hace años: fue en una verbena. Yo, mareada y exhausta, me eché sobre el capó de un coche. Una cuadrilla de chicos con ganas de juerga (aunque yo entonces, al ver doble, creía que eran ocho), quisieron molestarme. Esa amiga agarró un pedrusco, les gritó cuatro cosas, evitó que se acercaran y se me llevó a cuestas. Ella fue fuerte porque, además de haber podido con cualquiera de esos jóvenes por su constitución, demostró gran control sobre sus impulsos: pudo haberles tirado el pedrusco, mas supo contenerse. Yo los hubiera descalabrado.
Servidora, marcada por Ares al tener en su carta astral a este dios de la guerra en Aries, no es tan fuerte, pese a levantar en brazos a mi media naranja y saber afrontar situaciones difíciles. La fuerza bruta es debilidad, pues representa al Yo dominado por el instinto. He repartido pocas obleas, pero han sido de película, y siempre defensivas. La respuesta de los que las han recibido no varía: «¡Porque eres mujer, porque si no…!» ¡Qué considerados!, es la típica respuesta del machista caballeroso y sutil. O sea, que en caso de ser varón los dos al hospital, ¿no? No es que deseara que me partieran la cara, pero podían haber dicho «porque somos personas y no es plan de hacer el bestia».
Una vez le eché a una que me ofendió un plato de patatas en la cara; ella me lo devolvió en los ojos, lleno de tierra. La consecuencia, de no veas: varios días condenada a las tinieblas y con úlceras oculares.
Pero me considero pacífica, irritable pero pacífica. Eso de poner la otra mejilla no es de pacifistas, sino de masoquistas. Quien no se defiende comete el error de no estimarse, debilidad tan censurable como la violencia.
No hay, pues, sexo débil; el sexo y otros instintos son debilidad, que no es igual.
M. J. Zapater
(Publicado en LAS PROVINCIAS el sábado 22 de noviembre de 1997, en Sociedad, pág. 31)

22 noviembre, 2011

ESPEJISMOS

Un poeta enamorado de sus versos y ambicioso de la fama suspiraba día y noche por una poetisa tan joven como él.
Como era tímido, no se atrevía a hablarle más que con dulces miradas y ligeras sonrisas, pero los días y los meses transcurrían y ella no parecía corresponder a su interés.
El sudario de la tristeza cubrió la ilusión y el anhelo del poeta, pero no menguó su amor.
Día y noche deseaba tenerla y la llamaba por su nombre, pero a su ruego sólo asistía la inspiración para devolverle con música el eco de su voz, que él entretejía al hilo de la métrica severa, encajándolo en la parcela del soneto, cuyos límites rezuman infinidad.
Fue así como alumbró los más bellos versos que jamás hubiera creado; a partir de entonces bendijo a su tristeza y a su inspiración.
Una noche comprendió que su amor por la joven había arraigado tan hondo en su interior que ya no podía ocultarlo. Venció a su antigua timidez y, al amparo de la tristeza y de la inspiración, le recitó los amorosos versos.
La joven poetisa no cabía en sí de júbilo, pues también su timidez hasta ese momento había acallado sus sentimientos.
La alegría ahuyentó a la tristeza y el idilio con el que tanto soñaron en silencio se hizo realidad.
Una noche ella lo encontró meditabundo interrogando al viento: «¿Dónde fue mi inspiración?, ¿dónde está la Poesía?»
«Mi inspiración eres tú», le decía ella colmándolo de besos. Pero él la desdeñaba reprochándole que su inspiración lo había abandonado celosa de sus caricias y sus besos.
Día y noche la apartaba de su lado y se entregaba a sus viejos libros. «¿Dónde fue mi inspiración?, ¿dónde está la Poesía?», y ella le decía: «Mi inspiración eres tú». Pero él no entendía sus palabras ni la poesía de su amor.
Al fin, uno de tantos días en que el poeta la vio llorando, le dijo: «Mi vida se consume inútilmente en tu fuego. Me abandonó la inspiración, y sin ella nunca obtendré la fama. Vete».
La joven poetisa se marchó desencantada y en silencio, apuntalando quimeras y destilando sueños desvanecidos. Alumbró versos mórbidos como violetas y cultivó pensamientos que aromaron su ideal. Siguió escribiendo rimas perfectas y nunca bebió de manos de Cupido el agua del Leteo.
La caprichosa inspiración volvió al lado del riguroso poeta, y con ella, poco después, la admiración de mucha gente y los laureles de la fama, traídos por las manos de Apolo. Pero él estaba hueco, y aunque ya no interrogara al viento sobre la causa de su vacío, cada noche una voz le susurraba en sueños: «¿Dónde está tu felicidad?», y el ambicioso poeta quedaba mudo en presencia de la idealizada imagen de su amada, porque era la eterna pregunta que nunca había sabido contestar.
M. J. Zapater
(Publicado en LAS PROVINCIAS el miércoles 19 de noviembre de 1997, en Sociedad, pág. 28)

Publicada en la sección de Cartas el miércoles 14 de mayo de 1997 en Las Provincias.

La feria de las vanidades y la incoherencia


Como joven periodista en paro agraviada por los desorganizadores de la X Feria Alternativa, condeno el incongruente despotismo de estos. Me sobran razones y anécdotas, pues he participado los últimos cuatro años: primero en una radio libre; luego, practicando la quiromancia honradamente y vendiendo sobres sorpresa a 50 pesetas. Si, pese a ser buena periodista no me dan trabajo, de algo he de sobrevivir, ¿no?
Siempre simpaticé con las utopías que hablan de alternativas paradisíacas. Parafernalia: ahora descubro el sectarismo y la falsedad de tales posturas. Pero juzguen ustedes, juzguen.
Mientras cuatro lunáticos, botella en mano, predican libertad y resistencia al Sistema, mugrientos elfos adoran a la madre naturaleza atusándose la maraña de sus verdes cabelleras, capricho obtenido a causa de agrandar el agujero de ozono y de enrarecer la atmósfera con ponzoñas químicas de indudable origen industrial. Justo detrás de mí, tiñosos desharrapados abominan entre porro y porro de la apestosa corrupción sociopolítica y de las carísimas suciedades anónimas; me huelo que desconocen que en las piñatas un paquete de tres jabones vale 100 pesetas. Digo esto porque basta pasearse por los tenderetes para ver los exorbitantes precios, y eso sin tener en cuenta que algunos de los productos el único arte que entrañan es el de la estafa más sofisticada.
Por si estas pinceladas no bastaran para reflejar el caótico cuadro, he aquí el toque final: una panda de feriantes prepotentes me expulsa del apenas metro cuadrado de césped que ocupaba. La sinrazón, no ser adepta a ninguna de las sectas alternativas y no tener permiso. Se sabe que el silencio otorga, pero no para esas gentes, que les escribes y ni te contestan o acudes a sus locales y te encuentras con una reunión fantasma y con un colectivo tan cambiante cual Caleidoscopio... Así pues, ellos y ellas, todos okupas, qué irónico, plegaron mi pañuelo, quitaron mi cartelito y me amenazaron con recurrir a la fuerza si volvía (¿y aún hablan de la violencia estatal?) Igual suerte corrió un guitarrista, que acabó cantándoles las cuarenta yendo de un lado a otro agotado por la carrera; la estrategia era ingeniosa, porque no ocupaba ningún espacio en concreto y a la vez era omnipresente, pero agotadora. A un pobre acordeonista que pedía la voluntad también lo echaron (y luego se quejan de la Policía y de la insolidaridad). A quienes no mandaron con la música a otra parte fue a esos cofrades enfundados en pieles que se oponen a la tortura animal y te ponen la cabeza como un tambor.
Finalmente, tras jactarse de haber echado a Green Peace, uno de esos feriantes (de muy pocas luces), nos dijo que lo importante era participar. "Yo he montado toda la instalación eléctrica. Tú vienes aquí y lo tienes todo hecho", quejóse. Cayó la noche, las farolas brillaron por su ausencia y el ambiente fue de no veas. Asqueada de tanta comedia, me marché lamentando la desvergüenza, la intolerancia y la hipocresía de tales funámbulos, avaros comerciantes incoherentes y tiránicos.

María Jesús Zapater Muñoz (licenciada en Periodismo y feriante desencantada)